Prólogo
de Desiderio Vaquerizo Gil
DE
BIEN NACIDOS…
El
aire que respiramos de niños, las vivencias de nuestra adolescencia,
los profesores que conforman nuestro primer universo, la educación
que recibimos mientras nos transformamos, imparable e
irreversiblemente, en adultos, quedan impresos en el alma con
vocación genética, cual tatuaje en la sangre. Son años únicos e
irrepetibles, que sientan nuestros cimientos como individuos,
mientras nos asomamos al mundo a través del conocimiento, nuestro
personal paisaje humano y físico (ése del que nos nutriremos el
resto de la vida), los primeros amigos, y las primeras experiencias.
Vi
la luz en Herrera del Duque, provincia de Badajoz, hace ya muchos más
años de los que me gustaría; aunque me consuela pensar que, como
decía el maestro José Luis Sampedro en La vieja sirena, envejecer
es el precio que pagamos por la dicha vivida. Llegué a Córdoba con
apenas catorce años, y desde entonces mi vida ha transcurrido entre
ambas poblaciones. En aquélla mantengo mi aire, mis paisajes y mis
raíces, a una parte fundamental y mayoritaria de mi familia y a mis
amigos de la infancia. En ésta me he desarrollado personal y
profesionalmente sin ningún tipo de traba ni cortapisa; tanto, que
me ha dado mucho más de lo que habría osado siquiera a soñar
cuando aquel lluvioso 16 de octubre de 1973 mis padres, a los que
nunca podré agradecer lo suficiente que me ofrecieran la oportunidad
de continuar los estudios, casi tan asustados como yo, me dejaron
poco menos que perdido -o al menos difuminado- entre los cinco mil
alumnos de la antigua Universidad Laboral Enésimo Redondo, hoy
Campus universitario de Rabanales, con el curso ya empezado por
algunos problemas de última hora con mi beca. Un día que quiero
recordar ahora aquí, prendido por la emoción, como sincero homenaje
a su generosidad y su grandeza de espíritu.
Mientras
se me ha olvidado por completo lo que hice anteayer, o lo que comí
hoy, aquel momento no se ha borrado ni se borrará jamás de mi
memoria, quizá porque implicó para mí una suerte de segundo
alumbramiento; éste consciente. Son milagros de la memoria, capaz de
devolvernos en un solo segundo, cual fotos en sepia algo
resquebrajadas por el paso del tiempo, o fotogramas de una vieja
película, el sabor de las lágrimas; el olor a lluvia y despedida de
una plomiza tarde de otoño; el peso insoportable de la ausencia; el
color tornasolado de la amistad, o las zozobras de iniciarse a la
vida de mi paso como becario por dicha Universidad entre 1973 y 1976
para cursar 5º, 6º y COU.
El
primer año lo pasé en el Colegio San Rafael; luego, nos
trasladarían al Luis de Góngora (el de los “mayores”), mientras
que las clases se desarrollaban en un aulario especialmente
construido al efecto, que inauguramos nosotros. En 1973 todavía las
cosas iban bien y la beca cubría alojamiento, manutención,
enseñanza, ropa de cama y deporte, lavandería…, lo que exigía
marcar nuestras prendas con un número (1.133 fue el mío; presente
todavía ahí, en algún rincón de mi mente). La comida era
estupenda, el servicio de limpieza también, y la enseñanza,
insuperable. La convivencia entre alumnos procedentes de toda España
fue siempre más enriquecedora que complicada. Dormíamos en
habitaciones de seis u ocho personas, con armarios personales y baños
comunes, que representaban el único reducto de intimidad relativa en
un complejo que para quien más y quien menos resultaba mastodóntico.
Siempre me he preguntado, de hecho, cómo conseguían los dominicos
responsables de nuestra tutela mantener el orden entre semejante
número de adolescentes desbocados; sobre todo, cuando el ejemplo
moral de muchos de ellos -me refiero a los frailes- no fue
precisamente el deseable.
Nos
despertaban cada mañana con música de Cat Stevens, Beatles, Simon y
Garfunkel, Mocedades, etc.; pasaban lista a pie de escalera, y a
partir de ahí empezaban días intensísimos que además de las
clases incluían muchas horas de estudio obligado. Aprendimos así
los valores de la disciplina, el orden, el esfuerzo, la
responsabilidad y el compañerismo, sin dogmatismos de ningún
género. Antes al contrario, contábamos con un cineclub en el que se
veía el mejor y más avanzado cine de la época, imposible de
proyectar en salas comerciales debido a la censura. Así descubrí la
filmografía casi completa de Elia Kazan, Dalton Trumbo, Buñuel,
Stanley Kubrick o Fellini. Y qué decir de los montajes de danza que
cada año se nos ofrecían en el Teatro Griego. Finalmente, estaban
las salidas a Córdoba, en los famosos autobuses rojos y con pases
limitados, una ventana a la libertad que permitía no perder contacto
con el pulso exterior.
Se
entenderá así que el hoy Campus universitario de Rabanales
represente para mí la querencia de lo conocido, el lugar donde fui
feliz, labré mis valores, aprendí mucho e hice amigos que siguen
todavía presentes en mi vida y en mi día a día.
El
último año las cosas cambiaron sustancialmente -Franco moriría a
poco de empezar el curso, después de una larga agonía que nosotros
seguíamos de noche y a escondidas-: el dinero empezó a escasear,
dejaron de darnos ropa de deporte, y la comida se hizo escasa y mala,
obligándonos a protagonizar nuestras primeras huelgas. Tampoco
olvidaré nunca aquellas mesas metálicas en las que llegamos a
doblar cubiertos de tanto golpear sobre ellas, reclamando algo que se
pudiera comer. Sin embargo, los problemas nunca superaron los
aspectos positivos. De la Universidad Laboral salimos con un nivel de
formación muy superior a la media; forjamos, a yunque y martillo, lo
mejor de nuestro carácter: pietas, virtus, fortitudo, sobrietas o
umilitas fueron virtudes definidoras de la idiosincrasia romana, de
su actitud ante la vida y el mundo, como lo son de la mía. Nunca se
sabe; quizás por eso acabé dedicándome profesionalmente a la
Arqueología. Sin duda venían ya impresas en mi ADN, y mis padres y
mi entorno familiar tuvieron mucho que ver con ellas, pero estoy
convencido de que la Laboral acabó de darles forma.
Estamos
en 2020 y no falta mucho para que se cumplan cinco décadas de mi
llegada a Córdoba; toda una vida. Al principio, la fui conociendo a
cuentagotas porque vivía interno en la Laboral, pero hice buenos
amigos entre los alumnos externos, y aprendí a verla a través de
sus ojos. De cualquier forma, el verdadero enamoramiento llegó
cuando empecé a desarrollar mi profesión, cuando inicié a palparla
desde el punto de vista monumental, patrimonial, histórico...,
cuando salí a bregar con ella y me di cuenta de la hondura, de la
trascendencia, del peso específico de esta ciudad; cuando comencé a
recorrerla y a amasarla con ojos y manos de apasionado, porque yo soy
de los que se mete en cualquier portal, se aventura en cada callejón,
no deja rincón o resquicio por descubrir. La conozco muy bien porque
la he paseado, la he pateado, la he sentido y la he vivido. Por eso
hoy, aunque sea extremeño de origen y mantenga mis raíces, cuento
con el extraordinario privilegio de ser también cordobés de
adopción.
Córdoba
es historia, piedra, silencio, agua; rumor de gitanillas, brocal de
pozo, susurro de siesta, ecos de ronda, clavel y mejorana; pasión
nazarena, rojo de vino y sangre, reflejos de luna, sobriedad blanca;
alma romana, herencia judía, raza gitana, ojos de mora; cortesana,
beata, altiva; sabia, humilde, polémica, eternamente paciente,
abúlica; tabernaria, vecindona, mestiza, pura; maestra de poetas,
filósofa empedernida, guerrera, mojigata, artista, muy artista;
música del aire, cantora del alba, bailaora bravía; antigua,
moderna, discreta, atrevida, bruja… Su nombre evoca por sí mismo
cinco mil años de historia ininterrumpida que constituye un legado
inconmensurable y la mantienen desde hace siglos y por méritos
propios en el mejor escaparate de Europa.
Hablar
de Córdoba es hacerlo de aromas de jazmín y azahar al huir la
tarde; del rumor de agua y de nanas en fuentes y adarves, acunando la
vida; del fluir acompasado de las horas durante la siesta, al abrigo
umbroso y reconfortante de naranjos y gitanillas; del roce de la
piedra vieja entre malvas y ortigas, testimoniando siglos; del
silencio de madrugada, roto sólo por el eterno discurrir del río
grande; de blasones y atauriques, desafiando con su nobleza a la
espada; de soleás y quejíos junto al brocal de un pozo; de rasgueos
de guitarra animando los volantes de una bata de cola, ya de
amanecida; de plata, incienso y cal, ennobleciendo el aire; de
tientos y alegrías en tablaos cansados, a la orilla del tiempo; de
arte y sol a raudales, rompiendo moldes; de pan y aceite rebañando
versos al calor de la luna; de patio, cruz, convento y saeta, mirando
al cielo con los pies en la tierra; de clausuras, celosías, caballos
y embelesos, cabalgando el perfil insinuante de un moño bajo; pero
también por desgracia, como dejó dicho el gran Pablo García Baena
en su poema “Córdoba”, de luto, sollozos, soledad, traiciones,
tristeza, abandono, destrucción, ignorancia y carnaval turístico:
“oh inmortal, eterna, augusta siempre,/ oh flor pisoteada de
España”. Y es que hablo de una ciudad de contrastes, una de las
más antiguas, bellas y fascinantes de este país y más a la medida
del hombre, pero también más apática, desestructurada e incapaz de
aprovechar sus infinitas potencialidades para ponerlas al servicio de
una imagen peculiar y definida desde la que reivindicarse con fuerza
y proyectarse sin complejos al resto del mundo.
Todo
esto, muy posiblemente, lo percibimos mejor quienes no hemos nacido
en ella, y por tanto mantenemos más objetividad que sus propios
hijos. Y quizá también explique que seamos con frecuencia los
cordobeses adoptivos quienes con más denuedo luchemos a diario por
que gane la relevancia y el lugar que merece. Sirva como ejemplo la
nómina de primeros espadas que nutren estas páginas; nombres
relevantes de todos los ámbitos del saber, que un día llegaron de
fuera pero acabaron quedándose, y respiran su aire con la
naturalidad y el orgullo de quien sabe que vive en el lugar que ha
elegido.
Córdoba
se deja hacer sin oponer más resistencia que la de su propio
inmovilismo, la abulia que ya le achacaba Madoz en el siglo XIX, o la
discreción con que la caracterizaba Pío Baroja a principios del XX.
Es parte de su carácter, de su impronta genética, de su actitud
ante la vida, de su particular idiosincrasia; y resulta difícil
cambiarla porque en el fondo no quiere hacerlo, se siente a gusto
así, es fiel a sí misma. Como contrapartida, no tiene el menor
problema en abrir sus puertas a todo aquél que llega de fuera y
decide hacer de sus calles escenario para su biografía, de su nombre
objetivo profesional, de su alma, alma propia.
Ayudan
a ello sus cinco mil años preñados de invasiones y de conquistas,
de aceptación y de convivencia, de haber sabido prestar sin
alharacas su humilde marco a los momentos más gloriosos de la
historia, de saberse la reina del río y del valle, de la sierra y de
la campiña; porque si algo prima en esta ciudad más allá del agua
es la luz, y personalmente no podría imaginar privilegio mayor que
venir compartiéndola con los cordobeses de cuna desde hace ya
cincuenta años.
Por
tantas y tan importantes razones, desde ese modo de higiene que la
felicidad comporta…, … y a una distancia que nivela orgullos, en
palabras, tan hermosas como acertadas de Mújica Laínez en Bomarzo,
aun cuando he llevado y llevaré siempre a gala ser extremeño de
raza y estampa, te doy, Córdoba, de corazón, las gracias.
Agradecimiento
que, por supuesto, hago extensivo a Feliciano Robles por tan generosa
y altruista iniciativa, y haberme hecho el honor de prologarla.
Desiderio
Vaquerizo Gil
Catedrático
de Arqueología
Universidad
de Córdoba
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