lunes, 27 de enero de 2020

Prólogo de Desiderio Vaquerizo



Prólogo de Desiderio Vaquerizo Gil

DE BIEN NACIDOS…
El aire que respiramos de niños, las vivencias de nuestra adolescencia, los profesores que conforman nuestro primer universo, la educación que recibimos mientras nos transformamos, imparable e irreversiblemente, en adultos, quedan impresos en el alma con vocación genética, cual tatuaje en la sangre. Son años únicos e irrepetibles, que sientan nuestros cimientos como individuos, mientras nos asomamos al mundo a través del conocimiento, nuestro personal paisaje humano y físico (ése del que nos nutriremos el resto de la vida), los primeros amigos, y las primeras experiencias.

Vi la luz en Herrera del Duque, provincia de Badajoz, hace ya muchos más años de los que me gustaría; aunque me consuela pensar que, como decía el maestro José Luis Sampedro en La vieja sirena, envejecer es el precio que pagamos por la dicha vivida. Llegué a Córdoba con apenas catorce años, y desde entonces mi vida ha transcurrido entre ambas poblaciones. En aquélla mantengo mi aire, mis paisajes y mis raíces, a una parte fundamental y mayoritaria de mi familia y a mis amigos de la infancia. En ésta me he desarrollado personal y profesionalmente sin ningún tipo de traba ni cortapisa; tanto, que me ha dado mucho más de lo que habría osado siquiera a soñar cuando aquel lluvioso 16 de octubre de 1973 mis padres, a los que nunca podré agradecer lo suficiente que me ofrecieran la oportunidad de continuar los estudios, casi tan asustados como yo, me dejaron poco menos que perdido -o al menos difuminado- entre los cinco mil alumnos de la antigua Universidad Laboral Enésimo Redondo, hoy Campus universitario de Rabanales, con el curso ya empezado por algunos problemas de última hora con mi beca. Un día que quiero recordar ahora aquí, prendido por la emoción, como sincero homenaje a su generosidad y su grandeza de espíritu.

Mientras se me ha olvidado por completo lo que hice anteayer, o lo que comí hoy, aquel momento no se ha borrado ni se borrará jamás de mi memoria, quizá porque implicó para mí una suerte de segundo alumbramiento; éste consciente. Son milagros de la memoria, capaz de devolvernos en un solo segundo, cual fotos en sepia algo resquebrajadas por el paso del tiempo, o fotogramas de una vieja película, el sabor de las lágrimas; el olor a lluvia y despedida de una plomiza tarde de otoño; el peso insoportable de la ausencia; el color tornasolado de la amistad, o las zozobras de iniciarse a la vida de mi paso como becario por dicha Universidad entre 1973 y 1976 para cursar 5º, 6º y COU.

El primer año lo pasé en el Colegio San Rafael; luego, nos trasladarían al Luis de Góngora (el de los “mayores”), mientras que las clases se desarrollaban en un aulario especialmente construido al efecto, que inauguramos nosotros. En 1973 todavía las cosas iban bien y la beca cubría alojamiento, manutención, enseñanza, ropa de cama y deporte, lavandería…, lo que exigía marcar nuestras prendas con un número (1.133 fue el mío; presente todavía ahí, en algún rincón de mi mente). La comida era estupenda, el servicio de limpieza también, y la enseñanza, insuperable. La convivencia entre alumnos procedentes de toda España fue siempre más enriquecedora que complicada. Dormíamos en habitaciones de seis u ocho personas, con armarios personales y baños comunes, que representaban el único reducto de intimidad relativa en un complejo que para quien más y quien menos resultaba mastodóntico. Siempre me he preguntado, de hecho, cómo conseguían los dominicos responsables de nuestra tutela mantener el orden entre semejante número de adolescentes desbocados; sobre todo, cuando el ejemplo moral de muchos de ellos -me refiero a los frailes- no fue precisamente el deseable.

Nos despertaban cada mañana con música de Cat Stevens, Beatles, Simon y Garfunkel, Mocedades, etc.; pasaban lista a pie de escalera, y a partir de ahí empezaban días intensísimos que además de las clases incluían muchas horas de estudio obligado. Aprendimos así los valores de la disciplina, el orden, el esfuerzo, la responsabilidad y el compañerismo, sin dogmatismos de ningún género. Antes al contrario, contábamos con un cineclub en el que se veía el mejor y más avanzado cine de la época, imposible de proyectar en salas comerciales debido a la censura. Así descubrí la filmografía casi completa de Elia Kazan, Dalton Trumbo, Buñuel, Stanley Kubrick o Fellini. Y qué decir de los montajes de danza que cada año se nos ofrecían en el Teatro Griego. Finalmente, estaban las salidas a Córdoba, en los famosos autobuses rojos y con pases limitados, una ventana a la libertad que permitía no perder contacto con el pulso exterior.

Se entenderá así que el hoy Campus universitario de Rabanales represente para mí la querencia de lo conocido, el lugar donde fui feliz, labré mis valores, aprendí mucho e hice amigos que siguen todavía presentes en mi vida y en mi día a día.

El último año las cosas cambiaron sustancialmente -Franco moriría a poco de empezar el curso, después de una larga agonía que nosotros seguíamos de noche y a escondidas-: el dinero empezó a escasear, dejaron de darnos ropa de deporte, y la comida se hizo escasa y mala, obligándonos a protagonizar nuestras primeras huelgas. Tampoco olvidaré nunca aquellas mesas metálicas en las que llegamos a doblar cubiertos de tanto golpear sobre ellas, reclamando algo que se pudiera comer. Sin embargo, los problemas nunca superaron los aspectos positivos. De la Universidad Laboral salimos con un nivel de formación muy superior a la media; forjamos, a yunque y martillo, lo mejor de nuestro carácter: pietas, virtus, fortitudo, sobrietas o umilitas fueron virtudes definidoras de la idiosincrasia romana, de su actitud ante la vida y el mundo, como lo son de la mía. Nunca se sabe; quizás por eso acabé dedicándome profesionalmente a la Arqueología. Sin duda venían ya impresas en mi ADN, y mis padres y mi entorno familiar tuvieron mucho que ver con ellas, pero estoy convencido de que la Laboral acabó de darles forma.

Estamos en 2020 y no falta mucho para que se cumplan cinco décadas de mi llegada a Córdoba; toda una vida. Al principio, la fui conociendo a cuentagotas porque vivía interno en la Laboral, pero hice buenos amigos entre los alumnos externos, y aprendí a verla a través de sus ojos. De cualquier forma, el verdadero enamoramiento llegó cuando empecé a desarrollar mi profesión, cuando inicié a palparla desde el punto de vista monumental, patrimonial, histórico..., cuando salí a bregar con ella y me di cuenta de la hondura, de la trascendencia, del peso específico de esta ciudad; cuando comencé a recorrerla y a amasarla con ojos y manos de apasionado, porque yo soy de los que se mete en cualquier portal, se aventura en cada callejón, no deja rincón o resquicio por descubrir. La conozco muy bien porque la he paseado, la he pateado, la he sentido y la he vivido. Por eso hoy, aunque sea extremeño de origen y mantenga mis raíces, cuento con el extraordinario privilegio de ser también cordobés de adopción.

Córdoba es historia, piedra, silencio, agua; rumor de gitanillas, brocal de pozo, susurro de siesta, ecos de ronda, clavel y mejorana; pasión nazarena, rojo de vino y sangre, reflejos de luna, sobriedad blanca; alma romana, herencia judía, raza gitana, ojos de mora; cortesana, beata, altiva; sabia, humilde, polémica, eternamente paciente, abúlica; tabernaria, vecindona, mestiza, pura; maestra de poetas, filósofa empedernida, guerrera, mojigata, artista, muy artista; música del aire, cantora del alba, bailaora bravía; antigua, moderna, discreta, atrevida, bruja… Su nombre evoca por sí mismo cinco mil años de historia ininterrumpida que constituye un legado inconmensurable y la mantienen desde hace siglos y por méritos propios en el mejor escaparate de Europa.

Hablar de Córdoba es hacerlo de aromas de jazmín y azahar al huir la tarde; del rumor de agua y de nanas en fuentes y adarves, acunando la vida; del fluir acompasado de las horas durante la siesta, al abrigo umbroso y reconfortante de naranjos y gitanillas; del roce de la piedra vieja entre malvas y ortigas, testimoniando siglos; del silencio de madrugada, roto sólo por el eterno discurrir del río grande; de blasones y atauriques, desafiando con su nobleza a la espada; de soleás y quejíos junto al brocal de un pozo; de rasgueos de guitarra animando los volantes de una bata de cola, ya de amanecida; de plata, incienso y cal, ennobleciendo el aire; de tientos y alegrías en tablaos cansados, a la orilla del tiempo; de arte y sol a raudales, rompiendo moldes; de pan y aceite rebañando versos al calor de la luna; de patio, cruz, convento y saeta, mirando al cielo con los pies en la tierra; de clausuras, celosías, caballos y embelesos, cabalgando el perfil insinuante de un moño bajo; pero también por desgracia, como dejó dicho el gran Pablo García Baena en su poema “Córdoba”, de luto, sollozos, soledad, traiciones, tristeza, abandono, destrucción, ignorancia y carnaval turístico: “oh inmortal, eterna, augusta siempre,/ oh flor pisoteada de España”. Y es que hablo de una ciudad de contrastes, una de las más antiguas, bellas y fascinantes de este país y más a la medida del hombre, pero también más apática, desestructurada e incapaz de aprovechar sus infinitas potencialidades para ponerlas al servicio de una imagen peculiar y definida desde la que reivindicarse con fuerza y proyectarse sin complejos al resto del mundo.

Todo esto, muy posiblemente, lo percibimos mejor quienes no hemos nacido en ella, y por tanto mantenemos más objetividad que sus propios hijos. Y quizá también explique que seamos con frecuencia los cordobeses adoptivos quienes con más denuedo luchemos a diario por que gane la relevancia y el lugar que merece. Sirva como ejemplo la nómina de primeros espadas que nutren estas páginas; nombres relevantes de todos los ámbitos del saber, que un día llegaron de fuera pero acabaron quedándose, y respiran su aire con la naturalidad y el orgullo de quien sabe que vive en el lugar que ha elegido.

Córdoba se deja hacer sin oponer más resistencia que la de su propio inmovilismo, la abulia que ya le achacaba Madoz en el siglo XIX, o la discreción con que la caracterizaba Pío Baroja a principios del XX. Es parte de su carácter, de su impronta genética, de su actitud ante la vida, de su particular idiosincrasia; y resulta difícil cambiarla porque en el fondo no quiere hacerlo, se siente a gusto así, es fiel a sí misma. Como contrapartida, no tiene el menor problema en abrir sus puertas a todo aquél que llega de fuera y decide hacer de sus calles escenario para su biografía, de su nombre objetivo profesional, de su alma, alma propia.

Ayudan a ello sus cinco mil años preñados de invasiones y de conquistas, de aceptación y de convivencia, de haber sabido prestar sin alharacas su humilde marco a los momentos más gloriosos de la historia, de saberse la reina del río y del valle, de la sierra y de la campiña; porque si algo prima en esta ciudad más allá del agua es la luz, y personalmente no podría imaginar privilegio mayor que venir compartiéndola con los cordobeses de cuna desde hace ya cincuenta años.

Por tantas y tan importantes razones, desde ese modo de higiene que la felicidad comporta…, … y a una distancia que nivela orgullos, en palabras, tan hermosas como acertadas de Mújica Laínez en Bomarzo, aun cuando he llevado y llevaré siempre a gala ser extremeño de raza y estampa, te doy, Córdoba, de corazón, las gracias.
Agradecimiento que, por supuesto, hago extensivo a Feliciano Robles por tan generosa y altruista iniciativa, y haberme hecho el honor de prologarla.

Desiderio Vaquerizo Gil
Catedrático de Arqueología
Universidad de Córdoba

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